Se había retirado del mundo, en la montaña, lejos de todo aquello que le pudiera causar dolor. Sólo. Allí sólo existían las montañas, las aves y él.
Abría los ojos y el horizonte le mostraba el mundo desde las más altas montañas, entre los picos nevados.
El mundo se veía azul, entre las cumbres nevadas.
Lejos quedaba el valle de las manzanas y los jardines de su infancia en el secreto reino, lejos las aldeas de tierra roja y amarilla, lejos las coloridas banderas de rezos, lejos los templos que escondían los secretos, las pinturas y las estatuas de Buda. Detenido el tiempo, mientras el mundo cambiaba en el reinado.
Ajeno, subía por la mañana y volvía al anochecer a su refugio, y rara vez veía a alguien, salvo al viejo, que aún era más parco en palabras que él. Él subía de tanto en tanto a pedirle un consejo y apenas la conversación se limitaba a unas cuantas frases.
Por eso su pequeño hallazgo una mañana, le pareció un milagro. Encontró a orilla del camino, un pequeño saquito de terciopelo negro. Tomó el saquito y lo abrió. Dentro había una caja decorada. Abrió la caja y vió que contenía un pequeño cofre de forma ovalada. Abrió el cofre.
Miró sorprendido dentro del cofre. En su interior, dos manos. Dos manos de mujer de blancura anacarada, palma con palma, en suave reposo. Las tocó levemente con sus dedos y las manos se abrieron como una flor de loto, alargando sus finos dedos de mujer. Las tomó en sus propias manos. Sintió la suavidad de a piel blanca, los dedos delicados y las ovaladas uñas rosadas con una media luna blanca. En sus manos morenas, curtidas por el trabajo, las manos de nácar, minúsculas, ocupaban muy poco . Rozó las palmas de las manos y ellas se cerraron tiernamente sobre su dedo pulgar, que las acariciaba.
Volvió a dejarlas dentro de cofre, en la orilla del camino. No sabía que hacer.
Suavemente las manos le llamaban, alargando sus dedos hacia él.
No podía dejarlas, se había quedado prendado de ellas. Decidió llevarlas consigo.
Al anochecer, en la calidez de su refugio, volvió a sacar las manos del cofrecito. Las puso en la mesa, a la luz del candil. Bajo la tenue luz, las manos refulgían iriscentes. Tímidamente estiraron los dedos y comenzaron a palpar curiosas sobre la mesa. Se sentían a gusto.
Al ir a dormir, las manos se acurrucaron junto a su cara, sintiendo su aliento cálido.
Durante el día, tuvo miedo de perderlas de vista o que algún animal se las llevara, así que decidió llevarlas debajo de su camisa, cerca de su pecho, y ellas se acomodaron sintiendo su latido.
Al volver a casa, las manos solícitas, le ayudaron a preparar la cena, señalando para él los mejores ingredientes, troceándolos y preparándolos para ser cocinados.
Más tarde, en su aseo diario treparon a su cabeza, y suavemente, lavaron su cabello, acariciando con sus dedos el cuero cabelludo, desde el exterior al interior, suavemente extendiendo el champú natural de hierbas olorosas, y enjuagando el pelo con movimientos giratorios en torno al cráneo.
Los dedos diestros acariciaron la nuca, los hombros fatigados se estremecieron y un escalofrío de placer recorrió su espalda, desde la nuca hasta el fin de ella.
Juguetonas, las manos tomaron el jabón de sus manos, y frotaron hasta producir burbujas infantiles de perfumado jabón en su piel. Prodigándole caricias, mientras se deslizaban por su torso entre esferas flotantes de jabón.
Las manos leían las cicatrices de su torso y al palpar la cicatriz de su pecho, con dolor, dió un pequeño respingo que las hizo huir despavoridas hacia abajo de su cuerpo.
Suavemente, masajearon los muslos, los músculos cansados, el sexo relajado, rodeado por las manos se volvió duro.
Una mano siguió dulcemente en el sexo y la otra se deslizó por el cuerpo.
El placer de las caricias era intenso, pero él, tomo las manos suavemente, las secó con la toalla y las puso al lado del balde que le servía de bañera.
Del baño, fue directamente al lecho, privándose de la toalla que gentilmente arropaba a las manos.
Cayó dormido y suavemente volvió a sentir las caricias de las manos en su cuerpo.
Manos tiernas, manos dulces, manos cálidas tomaron su cuerpo y de nuevo fue suyo, fue su amante entre sus manos.
La piel soñó otra piel, soñó otros miembros a continuación de las manos de nácar. Una piel de nácar, unos pechos redondos y un vientre suave.
Soñó unos brazos que le abrazaban y el suave aliento de los labios en su oído, susurrando quedamente. Las manos se deslizaron por el pecho, acariciaron el vientre dormido y despertaron con suavidad el sexo y lo arrullaron en un placer silente. Las yemas de los dedos acariciaron la piel y le dieron calor hasta alzar el sexo.
La ausencia se hizo presencia , los cuerpos se unieron, los brazos y las piernas interconectadas, las pelvis se juntaron y el sexo de concha se abrió entre labios de piel cálida para albergar su sexo. El sexo en el sexo.
Sintió el peso de ella, que le hundía más en su vientre y sintió el interior elástico y húmedo, cálido y tierno, y suspiraba, suspiraba, suspiraba.
Se corría en los sueños de un cuerpo de nácar. La boca, los labios, los miembros, el cuerpo, el sexo tan suyo como el de ella.
Despertó. La ausencia le causó un dolor intenso, un crepitante palpitar de cicatrices, y de su pecho salió un gemido, un espasmo, un llanto silencioso que provocó un pequeño terremoto que las manos cercanas sintieron incontenible. En medio de la noche, lloró.
Al amanecer, se levantó, acomodó las manos en su pecho, y bajo al mundo.
Fue en busca de ella...